El sol se deslizaba bajo el horizonte mientras conducía por una estrecha carretera de dos carriles del centro de México. Miré a mi esposa, Amber, que dormía a mi lado. Por el espejo retrovisor vi a nuestras tres hijas: Tory, una niña muy viva para sus cuatro años; Shelly, que acababa de cumplir dos y hablaba sin parar como una cotorrita; y la bebita, Vanessa. Las tres dormían profundamente. Pensé en hacer una parada para tomar un café, pero deseché la idea. Si me detenía, todas se despertarían. Además estábamos en una carrera contra el tiempo. Me gustaba conducir de noche, mientras las niñas dormían, con el vehículo más fresco, aparte que así tenía oportunidad de reflexionar. Lo necesitaba. Había sido un año agitado.
Mis pensamientos me llevaron a la época en que Amber estaba embarazada de Vanessa. Habíamos viajado a la Costa Oeste de los EE.UU. a visitar a su familia, y luego a la Costa Este a visitar a la mía. Después nos habíamos incorporado a un centro misionero del sur de México, a donde habíamos llegado tres semanas antes de la fecha prevista del parto. Amber había presentido que algo no andaba del todo bien con la criatura. Yo le dije que se preocupaba demasiado; pero ella tenía razón. Poco después de nacer Vanessa, nos informaron que tenía una afección cardiaca que requería cirugía. No estaba del todo clara la gravedad de la dolencia. En todo caso, los médicos nos instaron a regresar a los EE.UU. para que se le diera la atención médica que precisaba. Unos amigos de Dallas habían aceptado acogernos por un mes. Hacia allá nos dirigíamos en ese momento.
Llegamos a la casa de nuestros amigos en la madrugada. Nos tenían preparada una hermosa habitación. Las niñas quedaron fascinadas al enterarse de que dormirían en dos camitas hechas a su medida.
—Mamá, ¿cuánto tiempo podemos quedarnos en este hotel? —preguntó Tory con cara de asombro.
Nuestra primera visita al cardiólogo terminó con un viaje en ambulancia a la unidad de cuidados intensivos del hospital infantil. La nena estuvo internada más de dos meses allí. Su cuerpecito luchaba por sobreponerse a la cirugía cardiaca, a la debilidad de sus pulmones, a las intubaciones y a las infecciones estreptocócicas. Amber y yo nos turnábamos para quedarnos con Vanessa en el hospital; uno de los dos permanecía a su lado a toda hora. Mientras tanto, nuestros queridos amigos cuidaban de nuestras otras hijas, nos preparaban la comida, nos lavaban la ropa, nos prestaron un auto cuando el nuestro se descompuso y hasta nos pagaron los peajes de la autopista a fin de que pudiéramos tomar la ruta más corta para ir y volver al hospital.
Cuando finalmente pudimos llevar a Vanessa a casa para la recuperación, nos cedieron su propio dormitorio, donde cabían mejor todos los equipos médicos necesarios para atenderla. Durante todo ese tiempo no dijeron ni una sola palabra sobre el costo que todo aquello tenía para ellos.
Seis semanas más tarde, Vanessa entró en coma y fue trasladada de urgencia al hospital. Los tres meses que siguieron, un equipo de médicos continuó tratando de diagnosticar el mal que padecía. Los resultados fueron llegando de uno en uno, y eran apabullantes: había sufrido daños cerebrales; estaba sorda y ciega; su dolencia cardiaca iba a requerir múltiples cirugías. La declararon enferma terminal. Los médicos le dieron un año de vida —tal vez dos— y la entregaron a nuestro cuidado.
Durante meses nuestros amigos lo habían compartido todo sin pedir nada a cambio. Estábamos seguros de que de ninguna manera podrían seguir manteniéndonos. Encontramos un pequeño departamento cerca del hospital y nos dispusimos a trasladarnos allí.
Ellos entonces reaccionaron de la manera más inesperada: nos pidieron que nos quedáramos. ¿Sabían en qué atolladero se estaban metiendo? ¿Habían tenido en cuenta que Amber y yo tendríamos que turnarnos con la nenita las 24 horas del día? ¿Y que Vanessa necesitaría constante atención médica y visitas semanales de enfermeras? Todo aquello alteraría el normal funcionamiento de su hogar. Para colmo, no sabíamos bien con cuánto íbamos a poder contribuir, ya fuera económicamente o de otra manera. ¿Eran conscientes de que esa situación podía dilatarse y durar años?
Pues sí lo habían tomado en cuenta, y nos respondieron serenamente:
—Estamos a su disposición para cualquier cosa que les haga falta todo el tiempo que sea necesario.
Unos meses más tarde, mientras descansaba tranquilamente, Vanessa pasó de los brazos de su madre a los de Jesús. De eso hace ocho años. Al día de hoy, la actitud de nuestros amigos sigue siendo el ejemplo más vívido de generosidad y sacrificio que he visto en toda mi vida: fue puro amor incondicional y bondad. Estuvieron dispuestos a dar hasta que les dolió y más, a sabiendas de que no podríamos devolvérselo jamás. Nuestros amigos no se limitaron a decir que deseaban seguir el ejemplo de Cristo; ¡lo hicieron!
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Hebreos 13:16 No se olviden de hacer el bien y de compartir con otros lo que tienen, porque ésos son los sacrificios que agradan a Dios.
Romanos 12:1-2 Por lo tanto, hermanos, tomando en cuenta la misericordia de Dios, les ruego que cada uno de ustedes, en adoración espiritual, ofrezca su cuerpo como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios. No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente. Así podrán comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta.
Oseas 6:6 Lo que pido de ustedes es amor y no sacrificios, conocimiento de Dios y no holocaustos.
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