Me subí al avión que me iba a llevar de vuelta a casa luego de visitar Toronto (Canadá). Un caballero se sentó en el asiento contiguo al mío. Llegó hablando en su iPhone. Enseguida me percaté de su acento sudafricano, ya que el año anterior había visitado ese país para asistir a una conferencia. Al rato, Andrew Harrison y yo estábamos enfrascados en una amena conversación que duró el resto del vuelo. Él tenía un montón de anécdotas que contar; yo me dediqué más que nada a escucharlo.
Me habló de sus experiencias como conductor de grupos de turismo de aventura. Durante algunos años se había dedicado a llevar equipos de compañeros de trabajo —muchos de ellos con cargos directivos— en excursiones de aventura por zonas inhóspitas de Sudáfrica, experiencias que los exigían al límite.
Sonreía muy complacido mientras me contaba con lujo de detalles las disyuntivas, los enigmas y los desafíos a los que sometía, en grandes espacios naturales, a aquellos oficinistas. Al verse en situaciones de gran exigencia física y ante pruebas de índole emocional, y sintiéndose además tremendamente asustados, empezaban a transformarse: adquirían perspectivas distintas y percibían aspectos de sí mismos y de sus colegas que antes no veían ni entendían. En la mayoría de los casos, volvían a su hogar y a su trabajo habiendo resuelto importantes cuestiones personales.
Pensé que sería fascinante probarlo: llegar a conocerme más a fondo y entender mejor a mis compañeros mediante una experiencia extrema. Reflexioné también sobre lo interesante que debía de ser estar en su pellejo. Primero, por el solo hecho de vivir una aventura y recorrer lugares atractivos y apasionantes; pero sobre todo por ver a tantas personas adquirir una nueva conciencia de las cosas y transformarse.
No todos los días tengo ocasión de hablar con alguien como Andrew. Pensé por eso que con todos sus años de experiencia trabajando con la gente de una forma tan interesante podría darme excelentes consejos y recomendaciones.
—En todos tus años como organizador de esas actividades, ¿cuál dirías tú que ha sido el asunto o problema que más frecuentemente ha habido que resolver en esos grupos de personas? —le pregunté.
—La comunicación. El asunto más complicado casi siempre es la comunicación.
—¿Será porque la gente que trabaja junta no se habla mucho?
—¡No tienen problemas para hablar! Lo que casi nadie hace bien es escuchar.
Aquello fue una revelación para mí, aunque después pensé: «¡Qué tonta soy! Si es obvio». Lo he oído muchas veces, pero igual tengo claro que no he aprendido a escuchar como debería. Antes mencioné que en la conversación con Andrew me dediqué más que nada a escuchar, pero eso fue porque me interesaban sus anécdotas. Sin embargo, no puedo decir que siempre sea así.
Andrew siguió hablándome de otros puntos relacionados con la comunicación. Decía que la comunicación no es tal si las personas no se entienden. Es muy frecuente que alguien piense que se comunicó bien porque dijo lo que quería decir, de palabra o por escrito, pero que en realidad no sepa si su interlocutor lo entendió. En muchos casos, la otra persona capta algo completamente diferente de lo que el primero quiso expresar.
Para averiguar si hemos comunicado eficazmente lo que queríamos decir, o entendido lo que alguien nos dijo, es preciso hacer preguntas y, por supuesto, escuchar.
Hace poco oí una charla de Peter Kreeft que reforzó esta nueva enseñanza de prestar atención a los demás. Decía atinadamente: «No muchos tienen grandes dotes para hablar, pero todos podemos ser buenos escuchadores». Creo que a veces me preocupo mucho por ser una buena oradora y me olvido de que la mayoría de las veces no es eso lo que la gente quiere o necesita.
Kreeft también manifestó: «Que nos escuchemos unos a otros es inusual, excepcional. Cuando escuchamos siempre sucede algo». Tengo vivos recuerdos de ciertas ocasiones en que descubrí algo extraordinario por el simple hecho de escuchar. Lamentablemente, esas ocasiones fueron pocas. Podrían haber sido más.
No sé si comprometerme a escuchar más hasta el día en que me muera sería una resolución muy realista, pero al menos esta semana me propongo detenerme más a prestar atención. ¿Por qué habría de limitarme a mis propios pensamientos cuando puedo beneficiarme de los de los demás, y en particular de los de Dios?
Me vino una cosa más sobre el valor de escuchar: Hay fases en nuestra vida en que pensamos que no tenemos mucho que aportar. Yo misma ahora me siento así. Tenemos nuestras batallas y hasta nos sentimos un poco perdidos. Queremos ayudar a los demás, pero ¿qué podemos decirles que con certeza haga que se sientan mejor? Tal vez hay situaciones en las que nada que dijéramos contribuiría a mejorar las cosas. Pero todos desean que alguien los escuche y los comprenda. Si soy capaz de prestar oído a los demás, siempre habrá algo estupendo que puedo hacer por ellos. Y lo más probable es que lo valoren más que cualquier cosa que pudiera decir.
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Santiago 1:19 – Mis queridos hermanos, tengan presente esto: Todos deben estar listos para escuchar, y ser lentos para hablar y para enojarse.
Proverbios 12:15 – Al necio le parece bien lo que emprende, pero el sabio atiende al consejo.
Proverbios 18:13 – Es necio y vergonzoso responder antes de escuchar.
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