Hace poco vi un programa de la televisión británica ambientado en la primera parte de la Segunda Guerra Mundial. Los nazis habían derrotado a Francia, y la invasión de Gran Bretaña era inminente. La incertidumbre, el temor del futuro y el instinto de preservar su propia vida y la de los suyos condujo a algunos a mostrar menos consideración por sus semejantes que en circunstancias normales. Muchos acapararon, otros robaron, y otros más llegaron a cometer asesinatos.
En contraste, otras personas reaccionaron de manera diametralmente distinta. Demostraron heroísmo, no por sus hazañas, sino mediante pequeños actos desinteresados. Encararon sus dificultades con dignidad. Muchos se ayudaron unos a otros. Velaron por el bienestar de sus vecinos y compartieron lo que tenían.
Al confrontar esas dos reacciones divergentes me percaté de los retos a los que nos enfrentamos cuando nos vemos en circunstancias difíciles o de incierto desenlace. En épocas de convulsión social o económica, cuando se altera el statu quo y todo parece patas arriba, es natural que la gente se preocupe ante todo por sí misma. Obviamente no todo el mundo reacciona de la misma forma; en algunas personas, el instinto humano de conservación se manifiesta más fuertemente que en otras.
Cuando la inestabilidad impera en el entorno en que vivimos es natural que nosotros también nos desestabilicemos. Cuando lo que considerábamos tierra firme se vuelve como arenas movedizas, el temor puede apoderarse de nosotros: temor al futuro y temor a los cambios que nos imponen. Si nos dejamos dominar por ese miedo y permitimos que sofoque nuestra fe, disminuye nuestra confianza en la providencia divina. Así las cosas, nos convencemos de que debemos tomar las riendas de la situación y hacer algo para corregir lo que no anda bien. Eso no es forzosamente malo, pues la reacción de lucha o huida es innata en nosotros. Ante un peligro reaccionamos automáticamente con medidas encaminadas a proteger nuestra persona y a nuestros seres queridos.
La dificultad, sin embargo, está en dar con un término medio entre nuestra naturaleza humana y nuestra naturaleza espiritual. Los cristianos somos «nuevas criaturas»; no solo tenemos una faceta humana. «Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas» (2 Corintios 5:17). El Espíritu de Dios habita en nosotros. «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?» (1 Corintios 3:16) Estamos en Jesús, y Él en nosotros. «Permaneced en Mí, y Yo en vosotros. Como el pámpano [la rama] no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en Mí» (Juan 15:4).
Nuestras reacciones a las circunstancias y sucesos deben estar condicionadas por la presencia de Cristo en nosotros. Aunque por naturaleza prime en nosotros el instinto de conservación, el Espíritu de Dios puede atenuar ese impulso y ayudarnos a reaccionar de manera más equilibrada y compatible con la naturaleza de Cristo. «El fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza» (Gálatas 5:22,23).
No es fácil, pues la naturaleza humana es tan —valga la redundancia— humana y dicta nuestra reacción automática. Preocuparnos por alguien, por su necesidad, situación o lucha, no es lo prioritario en nuestra escala individualista. De ahí que exista el peligro de minimizar o ignorar las necesidades de otra persona por atender a las nuestras.
Si emprendemos atropelladamente la realización de planes que sirven a nuestros propios intereses sin consideración por quienes nos rodean, lo más probable es que tomemos decisiones que perjudiquen a otros. Las promesas y los compromisos pactados con anterioridad pasarán a segundo término y nos centraremos en lo que más nos convenga. Ello puede provocar decepción y resentimiento, y dañar amistades. Si permitimos que nuestra naturaleza humana prevalezca sobre el Espíritu de Dios que mora en nuestro interior, con nuestro egoísmo vamos dejando una estela de sufrimiento.
Cuando eso ocurre, también nosotros sufrimos. Quizá no se trate de un sufrimiento visible y palpable, por lo menos en el momento, pero indefectiblemente nos afecta. Perdemos la bendición de Dios y el respeto de los demás. En alguna parte leí que por regla general una persona descontenta con el producto de una empresa acaba diciéndoselo a otras 50 personas en el curso de su vida. Si con actos motivados por puro instinto de supervivencia lesionamos la fe que otros depositaron en nosotros, corremos el riesgo de que nunca vuelvan a confiar en nosotros plenamente. Hasta es posible, incluso probable, que transmitan esa desconfianza a otras personas. Es decir, que tanto ellos como nosotros salimos perjudicados.
Satisfacer uno sus necesidades y las de sus seres queridos no está mal. Sin embargo, los discípulos de Jesús que estamos llenos del Espíritu de Dios debemos dejar de concentrarnos solo en nuestras necesidades y pensar también en las ajenas. «Cada uno debe velar no solo por sus propios intereses, sino también por los intereses de los demás» (Filipenses 2:4 NVI). Dar con un buen equilibrio en ese aspecto debiera ser nuestro objetivo.
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Filipenses 2:4 – Cada uno debe velar no sólo por sus propios intereses sino también por los intereses de los demás.
Efesios 4:32 – Más bien, sean bondadosos y compasivos unos con otros, y perdónense mutuamente, así como Dios los perdonó a ustedes en Cristo.
1 Juan 3:17-18 – Si alguien que posee bienes materiales ve que su hermano está pasando necesidad, y no tiene compasión de él, ¿cómo se puede decir que el amor de Dios habita en él? Queridos hijos, no amemos de palabra ni de labios para afuera, sino con hechos y de verdad.
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