—Abuela, ¿por qué rezas siempre antes de comenzar a conducir?
La pregunta me la hizo mi nieto de ocho años. Habíamos estado de vacaciones en la playa con su tío y sus primos, y nos disponíamos a regresar a casa. Eran cinco horas en automóvil, y estaba lloviendo. Mis dos nietos, que son más o menos de la misma edad y se habían vuelto inseparables, iban a viajar conmigo.
—Manejar me asusta muchísimo —le respondí—. No se me ocurriría hacerlo sin rezar. Podré olvidarme de orar antes de cocinar, de escribir una carta o de salir a caminar, pero jamás antes de conducir.
Soy consciente de que mi seguridad y la de los pasajeros depende en gran medida de Jesús. Nunca se sabe qué puede pasar. Nuestro regreso fue bien y, pese a la lluvia, bastante rápido. Faltaban unos cinco kilómetros para llegar a casa cuando de repente un auto se nos puso delante. El conductor iba a excesiva velocidad por la carretera resbaladiza y perdió el control del vehículo, que hizo dos trompos. Parecía una escena surrealista, como de película.
Apenas tuve tiempo para hacer una oración en silencio, encender las luces intermitentes de emergencia para advertir a los vehículos que venían detrás de mí, y frenar con todas mis fuerzas pero con cuidado para no derrapar. El vehículo que estaba fuera de control terminó atravesado, quedando la mitad en la carretera y la otra mitad fuera. En dos segundos iba a chocar con él, pero me las arreglé para esquivarlo por unos centímetros.
—Niños, ¿vieron eso? —les pregunté cuando recuperé el resuello.
—Sí, abuela. Podríamos haber tenido un accidente terrible —contestó uno de mis nietos—. Pero estoy seguro de que no lo tuvimos porque tú rezaste.
Creo que a veces Jesús nos permite ver los males de los que nos libra a fin de recordarnos que nos acompaña en todo momento, vela por nosotros y nos protege en respuesta a nuestras oraciones. Y solo Dios sabe de qué otros contratiempos nos libra, cuando circulamos en automóvil y a lo largo de toda la vida. El Señor es un excelente compañero, amigo y protector.
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2 Tesalonicenses 3:3 Pero el Señor es fiel, y él los fortalecerá y los protegerá del maligno.
2 Samuel 22:3-4 Es mi Dios, el peñasco en que me refugio. Es mi escudo, el poder que me salva, ¡mi más alto escondite! Él es mi protector y mi salvador. ¡Tú me salvaste de la violencia! Invoco al Señor, que es digno de alabanza, y quedo a salvo de mis enemigos.
Salmos 46:1 Dios es nuestro amparo y nuestra fortaleza, nuestra ayuda segura en momentos de angustia.
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