Es un hombre alto y enjuto de sesenta y tantos años, mayor que muchos de los otros puesteros del mercado de frutas y verduras. Siempre recibe a sus clientes con una sonrisa radiante.
Una calurosa mañana de julio, al acercarme a su puesto, vi que llevaba un grueso collar ortopédico que le cubría desde el mentón hasta los hombros. Aunque no se quejaba, sus ojos traslucían la incomodidad que le causaba. Me explicó que había sufrido un accidente automovilístico y se estaba recuperando de una operación.
En Taiwán, en pleno verano, la humedad del aire se dispara, y las temperaturas se elevan hasta niveles desagradables. Me estremecí de solo pensar en cómo debía de sentirse con aquel collarín de tejido plástico, aguantando el agobiante calor de un mercado al aire libre. Él se dio cuenta y me sonrió.
—Ya mejorará. Todas las lesiones se curan. Quejarme de lo molesto que es no me servirá de nada.
Pagué lo que había comprado y le prometí que oraría por él.
Cuando lo vi dos semanas después, todavía llevaba el collarín, pero su sonrisa seguía indemne.
—¿Le duele mucho? —le pregunté—. Ese collarín debe de ser incomodísimo.
—Me duele y es fastidioso
—asintió—; pero lo que me ayuda a soportarlo es imaginarme ese día estupendo en que me lo sacarán y podré volver a moverme con libertad. Eso me ayuda un mundo a sobrellevar la incomodidad.
Pasó el tiempo, y parecía que ese día estupendo no llegaba nunca. No se recuperó tan rápidamente como se preveía, y tuvo que llevar el collarín más de un mes. Sin embargo, seguía aferrado a la esperanza, resuelto a no desfallecer, al tiempo que se esforzaba por mantener a flote su negocio.
Al fin llegó el día en que se vio libre de la opresión de aquel collarín. Aunque le había quedado una cicatriz roja bien visible en el cuello, tenía erguida la cabeza, y no daba señal alguna de sentirse cohibido, sino que contaba a todos lo contento que estaba de haberse librado finalmente del collarín. Su alegría me recordó el versículo: «La esperanza postergada aflige al corazón, pero un sueño cumplido es un árbol de vida».
Mi amigo es un modelo de lo que el apóstol Pablo denomina «constancia en la esperanza». Su esperanza no era un deseo difuso ni un idealismo romántico. Simplemente decidió creer que ningún dolor es para siempre y que toda herida sana. Poco le importaba lo largo o difícil que fuera el proceso; lo esencial para él era conservar la moral y aferrarse a la promesa de un futuro mejor. Al enfrentarme yo también a las tormentas de la vida, su ejemplo me inspira a aguantar cuando las cosas se ponen difíciles. Me aferraré a Aquel en quien pongo mi esperanza, «como segura y firme ancla del alma».
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Santiago 1:2-4 (NVI) Hermanos míos, considérense muy dichosos cuando tengan que enfrentarse con diversas pruebas, pues ya saben que la prueba de su fe produce constancia. Y la constancia debe llevar a feliz término la obra, para que sean perfectos e íntegros, sin que les falte nada.
1 Corintios 10:13 (NVI) Ustedes no han sufrido ninguna tentación que no sea común al género humano. Pero Dios es fiel, y no permitirá que ustedes sean tentados más allá de lo que puedan aguantar. Más bien, cuando llegue la tentación, él les dará también una salida a fin de que puedan resistir.
1 Juan 4:18 (NVI) sino que el amor perfecto echa fuera el temor. El que teme espera el castigo, así que no ha sido perfeccionado en el amor.
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