lunes, 3 de octubre de 2016

Refugio de meditación




En cierta ocasión visité un monasterio que se construyó sobre las ruinas de una antigua fortaleza romana, emplazada sobre un elevado peñasco del desierto sirio. Tan empinados eran los últimos 300 peldaños de acceso que en ese trecho había que subir las provisiones mediante un sistema de cables y poleas. Al llegar a la cumbre, tres arcadas de piedra nos dieron a entender a mí y a los peregrinos que me acompañaban que nos estábamos aproximando a un santuario.
Finalmente tuvimos que meternos con esfuerzo a través de una pequeña abertura practicada en la roca, que no debía de tener más de sesenta centímetros de lado. Me recordó una frase de Jesús: «Más fácil es pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios» (Marcos 10:25). Una interpretación tradicional de ese pasaje es que Jesús se refería a una puerta muy pequeña que había en el muro de Jerusalén, denominada el Ojo de Aguja. Para que un camello se introdujera por ella era preciso descargar todos los bártulos que llevara y luego empujarlo, tirar de él e inducirlo a entrar como fuera. Para meterme por aquel hueco, yo tuve que quitarme la mochila, y aun así no me resultó fácil.
Justo en ese momento pasó un avión a gran altura; solo se podía reconocer como tal por la estela de vapor que dejaba tras sí en el cielo azul. Aquello fue un recordatorio silencioso pero elocuente de lo alejados que estábamos del mundanal ruido y ajetreo.
Sin embargo, no se trata de un monasterio de clausura, sino de un lugar de retiro para quienes quieren apartarse del mundo por un tiempo a fin de renovarse espiritualmente, ordenar sus pensamientos y así poder aportar más en sus respectivas profesiones o actividades una vez que regresan. Un fraile que vivía allí acababa de regresar del Foro Económico Mundial, al que había asistido en calidad de líder espiritual.
El monasterio acoge a cualquiera que busque solaz espiritual. En el grupo que me acompañaba había unas 30 personas de diversas confesiones y tal vez de una docena de nacionalidades. El alojamiento y la comida son gratuitos. Solo se le pide al visitante que dé una mano con los quehaceres y respete los ratos de meditación de los demás.
Una vez dentro nos sirvieron una taza de té y nos invitaron a sentarnos a charlar y disfrutar de la vista. A medida que nos fuimos conociendo, pese a nuestra diversidad cultural, se generó un sentido de hermandad entre todos.
En la mesa me puse a conversar con uno de los voluntarios del monasterio, que era francés. Tendría entre veinte y veinticinco años. Me intrigó por qué motivo una persona como él se habría ido a vivir a aquel sitio tan apartado de la civilización.
—Llevo dos años aquí —me dijo con su encantador acento—. Antes era jefe de contadores de una destacada firma francesa y gozaba de todos los beneficios de un puesto muy bien remunerado.
—¿Qué fue lo que te llevó a renunciar a todo eso? —le pregunté.
—Me sentía insatisfecho. Un día estaba sentado en una capilla y tuve una visión que me hizo comprender que tenía las prioridades trastocadas y que debía vivir para servir a los demás. Por eso estoy aquí.
Un viajero alemán se incorporó a la conversación, y enseguida nos pusimos a hablar de los males que aquejan al mundo y de nuestras experiencias. Luego intercambiamos ideas sobre cómo podían resolverse. Pasaron horas.
Aquella noche nos invitaron a asistir a una misa bajo los fragmentos de una pintura del Cielo y el infierno, de santos y pecadores; después hubo unas viandas sencillas y un rato de meditación a solas.
Al día siguiente, mientras regresábamos al valle, me fijé en los cerros circundantes, que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. El paisaje me resultó mucho más sugestivo que el día anterior, cuando me dirigía al monasterio aún obsesionado con andar, descubrir, llegar.
Me imaginé cómo sería si corriera agua por los lechos secos de los ríos y cayera por los precipicios formando magníficas cascadas. Si las lluvias regaran aquellos parajes sería espectacular. No había llovido en cuatro años.
El terreno parecía carente de toda vida; pero al examinarlo más de cerca se alcanzaban a ver toda suerte de formas de vida en aquellas escarpadas laderas: líquenes, exquisitas florecitas silvestres y un esporádico morador del desierto, todos luchando por sobrevivir. A veces nuestra vida también presenta un aspecto árido y estéril como aquellos montes. Superficialmente no parece que pase gran cosa. No obstante, Dios está obrando.
Una vez terminado el descenso, me propuse tomarme unos minutos cada día para hacer de mi corazón un templo. Me di cuenta de que el arte de la meditación no tiene mucho que ver con el lugar físico en que uno se encuentre. Lo importante es la paz interior que se obtiene en comunión con el Creador, independientemente del entorno.
Gálatas 6:6-7 (NVI) El que recibe instrucción en la palabra de Dios, comparta todo lo bueno con quien le enseña. No se engañen: de Dios nadie se burla. Cada uno cosecha lo que siembra.
1 Corintios 10:13 (NVI) Ustedes no han sufrido ninguna *tentación que no sea común al género *humano. Pero Dios es fiel, y no permitirá que ustedes sean tentados más allá de lo que puedan aguantar. Más bien, cuando llegue la tentación, él les dará también una salida a fin de que puedan resistir.
Romanos 8:28 (NVI) Ahora bien, sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman, los que han sido llamados de acuerdo con su propósito.

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