domingo, 2 de abril de 2017

Plenitud de Gozo


Los Evangelios no siempre tuvieron ángel para mí. Representaban una materia más del colegio. Eran sugerentes, pero no lo suficiente como para zambullirme en ellos en busca de brillantes verdades. Eso hasta los 17 años, cuando cayó en mis manos un librito con el Evangelio de Mateo, que me cautivó. Por entonces vivía yo en Nueva York y recuerdo haberme sentado en la ladera de un cerro, junto a una inmensa autopista, a leer el Sermón de la Montaña. En aquella etapa de joven idealista que soñaba con labrar un mundo mejor, las palabras de Jesús fueron lo más revolucionario que había leído yo en la vida. Después de eso ya no me despegué de su lectura. Sucumbí a su encanto.
Cada versículo que leía me impactaba más que el anterior. El Evangelio ejerció tal poder sobre mí que decidí enmendar el rumbo de mi vida. Me lancé por un camino desconocido, casi misterioso. No lo entendía todo, pero anhelaba interiorizarlo. ¿Quién no va a querer ser parte de un mundo en que los milagros son moneda corriente, en que se encaran los males y las injusticias, en que se defiende a los débiles y a los oprimidos y en que el amor tiene la última palabra? Frases como «bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra; bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios» despertaron mi sed de más y más verdad.
Al cabo de unas semanas me di cuenta de que esas lecturas me estaban afectando profundamente. Poco a poco se fue renovando mi modo de pensar, mi modo de ver el mundo. Mi espíritu gradualmente se iba transformando. Me topaba con versículos y enseñanzas que me hablaban al alma, me conmovían, suscitaban mi entusiasmo, me llenaban de paz o me infundían ganas de luchar por un buen fin.
Con el tiempo pasé de los Evangelios a otras partes de la Biblia, que se convirtió en mi libro de cabecera. Encontré pasajes que me ayudaron a dilucidar lo que me sucedía interiormente. Fue así como llegué a los Salmos, esas canciones del alma y clamores de angustia o de súplica a un Dios amoroso y comprensivo. Definitivamente me enamoré. Descubrí que en la presencia de Dios «hay plenitud de gozo, delicias […] para siempre». El apóstol Pablo fue más allá y expresó en estos términos la comunión de corazón que había logrado yo con el Creador: «Lo aman a pesar de no haberlo visto; y aunque no lo ven ahora, creen en Él y se alegran con un gozo indescriptible y glorioso».
Ese mismo gozo les deseo a todos.
Juan 8:31-32 (NVI) Jesús se dirigió entonces a los judíos que habían creído en él, y les dijo:
—Si se mantienen fieles a mis enseñanzas, serán realmente mis discípulos; y conocerán la verdad, y la verdad los hará libres.
Salmos 16:11 (NVI)
Me has dado a conocer la senda de la vida;
me llenarás de alegría en tu presencia,
y de dicha eterna a tu derecha.
1 Pedro 1:8 (NVI) Ustedes lo aman a pesar de no haberlo visto; y aunque no lo ven ahora, creen en él y se alegran con un gozo indescriptible y glorioso,

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